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Thursday, March 15, 2012

¿Por qué pudo decirle Jesús a una mujer pecadora que quedaba perdonada? (Luc. 7:37, 48.)


 


 

Cuando Jesús estaba reclinado a la mesa en casa de un fariseo llamado Simón, cierta mujer que se había colocado a sus pies comenzó a mojárselos con sus lágrimas y luego se los secó con su cabello. 

A continuación se los besó con ternura y les aplicó aceite perfumado. El relato especifica que se trataba de “una mujer que era conocida en la ciudad como pecadora”. Es cierto que todos los seres humanos imperfectos somos pecadores, pero las Escrituras suelen designar con este adjetivo a las personas que se han ganado la fama de violar las normas divinas o cuyas ofensas son muy conocidas. En este caso, es probable que se tratara de una prostituta. En fin, fue a esta mujer a la que Jesús le dijo: “Tus pecados son perdonados” (Luc. 7:36-38, 48). ¿Qué quiso dar a entender con aquellas palabras? Dado que aún no había ofrecido el sacrificio redentor, ¿cómo fue posible que le concediera el perdón?
 

Después de que la mujer le mojó los pies y antes de perdonarla, Jesús puso una comparación con la que explicó una idea importante a su anfitrión, Simón. Asemejando el pecado a cuantiosas sumas de dinero que los deudores no podían devolver, le dijo: “Dos hombres eran deudores a cierto prestamista; el uno le debía quinientos denarios, pero el otro cincuenta. Cuando no tuvieron con qué pagar, él sin reserva perdonó a ambos. Por lo tanto, ¿cuál de ellos le amará más?”. Simón le respondió: “Supongo que será aquel a quien sin reserva le perdonó más”. Y Cristo replicó: “Juzgaste correctamente” (Luc. 7:41-43).

 Todos nosotros le debemos a Dios obediencia. Por eso, cada vez que le desobedecemos y pecamos, no le estamos pagando aquello a lo que tiene derecho. Y de esta manera acumulamos deudas ante él. No obstante, nuestro Padre es como un prestamista dispuesto a cancelar las deudas. De ahí que Jesús animara a sus discípulos a rogarle a Dios: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros también hemos perdonado a nuestros deudores” (Mat. 6:12). Lucas 11:4 no deja ninguna duda sobre lo que son estas deudas, pues las llama directamente pecados.
 

¿Sobre qué base ha perdonado Dios los pecados en el pasado? Recordemos que su justicia perfecta exige que el pecado se castigue con la pena de muerte. Por este motivo, Adán pagó con la vida su desobediencia. 

Ahora bien, cuando Jehová entregó la Ley a la nación de Israel, dejó claro que concedería el perdón de los pecados si se presentaba un sacrificio animal. Como bien señaló el apóstol Pablo, “casi todas las cosas son limpiadas con sangre según la Ley, y a menos que se derrame sangre no se efectúa ningún perdón” (Heb. 9:22).

 Los judíos no conocían ninguna otra manera de obtener el perdón divino. Por eso se comprende que en la ocasión del banquete en casa de Simón, los presentes objetaran a lo que Jesús le había dicho a la mujer. 

En efecto, los que estaban reclinados a la mesa junto a él pensaban: “¿Quién es este hombre que hasta perdona pecados?” (Luc. 7:49). Entonces, ¿cuál era la base sobre la que podían perdonarse los numerosos pecados de aquella mujer?
 

La primera profecía, pronunciada después de la rebelión de nuestros primeros padres, mencionaba el propósito de Jehová de levantar una descendencia a la que herirían en el talón Satanás y su descendencia (Gén. 3:15). Esta herida se produjo cuando Jesús perdió la vida a manos de los enemigos de Dios (Gál. 3:13, 16). La sangre derramada de Cristo es el rescate que libera a la humanidad del pecado y la muerte. 

Dado que nada puede impedir que Jehová realice su propósito, en el mismo momento en que se pronunciaron las palabras que leemos en Génesis 3:15, el rescate ya podía verse como pagado desde la óptica de Dios, y ya podía perdonarse a quien demostrara fe en las promesas divinas.
 

Antes de que Cristo viniera a la Tierra, hubo personas a las que Jehová consideró justas. Entre ellas estuvieron Enoc, Noé, Abrahán, Rahab y Job, quienes aguardaron con fe el cumplimiento de las promesas divinas. En efecto, el discípulo Santiago escribió que “Abrahán puso fe en Jehová, y le fue contado por justicia”. Y añadió: “De la misma manera, también, Rahab la ramera, ¿no fue declarada justa por obras[?]” (Sant. 2:21-25).
 

En el antiguo Israel, el rey David cometió graves pecados, pero en todos los casos demostró sólida fe en el Dios verdadero y arrepentimiento de corazón. Con referencia al perdón, cabe señalar el siguiente pasaje bíblico: “Dios lo presentó [a Jesús] como ofrenda para propiciación mediante fe en su sangre. 

Esto fue con el fin de exhibir su propia justicia, porque estaba perdonando los pecados que habían ocurrido en el pasado mientras [...] estaba ejerciendo longanimidad; para exhibir su propia justicia en esta época presente, para que él sea justo hasta al declarar justo al hombre que tiene fe en Jesús” (Rom. 3:25, 26). 

Por consiguiente, Jehová pudo perdonar las transgresiones de David sin violar sus propias normas de justicia debido a que tomó como base el sacrificio redentor de Jesús, el cual sería ofrecido en el futuro.
 

En el caso de la mujer que le mojó los pies a Jesús, todo indica que la situación era parecida. Aunque había 
llevado una vida inmoral, estaba arrepentida. Comprendía que tenía que ser redimida de sus pecados y mostró con sus obras que apreciaba sinceramente al hombre que Jehová había provisto para la redención. Aunque el sacrificio de Cristo todavía no había tenido lugar, su realización era segura, y por eso podía aplicarse su valor a personas como ella. De ahí que Jesús le dijera: “Tus pecados son perdonados”.
 

Como revela esta narración, Jesús no cerró la puerta a los pecadores, sino que siempre fue bondadoso con ellos. Lo que es más, Jehová promete conceder su perdón a todos los que demuestren arrepentimiento. ¡Cuánto nos consuela y alienta esta garantía a nosotros, que somos humanos imperfectos!




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