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Wednesday, June 1, 2011

¿Por qué debemos estar dispuestos a ceder?


 

 Veamos una disposición de la Ley mosaica que destaca la razón por la que debemos ceder. Bajo dicha Ley, los esclavos hebreos tenían que ser liberados en el séptimo año de su servidumbre o en el año de Jubileo, lo que llegara primero. No obstante, el esclavo podía renunciar a su libertad (léase Éxodo 21:5, 6). ¿Por qué habría de hacerlo? Por amor. Así es, si su amo lo había tratado bien, el amor podía impulsarlo a continuar bajo su autoridad.
 

 De igual modo, nuestro amor por Jehová nos impulsa a dedicarnos a él y a vivir de acuerdo con esa dedicación (Rom. 14:7, 8). “Esto es lo que el amor de Dios significa: que observemos sus mandamientos; y, sin embargo, sus mandamientos no son gravosos”, escribió el apóstol Juan (1 Juan 5:3). Esta clase de amor no busca sus propios intereses (1 Cor. 13:4, 5). En el trato con quienes nos rodean, el amor hace que cedamos y que antepongamos su bienestar al nuestro. En efecto, velamos por sus intereses en vez de dejarnos dominar por el egoísmo (Fili. 2:2, 3).
 

 Debemos tener cuidado de que nuestras palabras y acciones no hagan tropezar a nadie (Efe. 4:29). Si amamos al prójimo, no haremos nada que estorbe el progreso espiritual de las personas que tienen culturas y antecedentes distintos a los nuestros. A menudo eso exige que estemos dispuestos a ceder. Por ejemplo, las misioneras que están acostumbradas a maquillarse o a usar medias no se empeñan en hacerlo si ven que la gente del lugar pudiera tropezar o poner en duda su moralidad (1 Cor. 10:31-33).
 

 El amor a Jehová también nos ayuda a vencer el orgullo. Tras una discusión que tuvieron los apóstoles acerca de quién era el más importante, Jesús puso a un niño en medio de ellos y les dijo: “Cualquiera que reciba a este niñito sobre la base de mi nombre, a mí me recibe también, y cualquiera que me recibe a mí, recibe también al que me envió. Porque el que se porta como uno de los menores entre todos ustedes es el que es grande” (Luc. 9:48; Mar. 9:36). 

A algunos de nosotros tal vez nos resulte muy difícil portarnos como “uno de los menores”, pues la imperfección y la inclinación al orgullo pueden hacer que queramos sobresalir. La humildad, en cambio, nos ayudará a ceder y dar honra a los demás (Rom. 12:10).
 

 Por otro lado, nos resultará más fácil ceder si reconocemos que hay personas a quienes Dios ha otorgado autoridad. Los cristianos verdaderos respetamos el importantísimo principio de autoridad. El apóstol Pablo lo expuso así a los corintios: “Quiero que sepan que la cabeza de todo varón es el Cristo; a su vez, la cabeza de la mujer es el varón; a su vez, la cabeza del Cristo es Dios” (1 Cor. 11:3).
 

 Cuando cedemos ante la autoridad divina, es decir, cuando nos sometemos a ella, demostramos que confiamos en nuestro amoroso Padre, Jehová. Él conoce las circunstancias que atravesamos y sabrá recompensarnos. 

Tengamos esto presente si, por ejemplo, alguien nos trata sin el menor respeto o se enoja tanto que pierde los estribos. Pablo escribió: “Si es posible, en cuanto dependa de ustedes, sean pacíficos con todos los hombres”. 

Y para reforzar el consejo, dio este mandato: “No se venguen, amados, sino cédanle lugar a la ira [de Dios]; porque está escrito: ‘Mía es la venganza; yo pagaré, dice Jehová’” (Rom. 12:18, 19).
 

 También en la congregación debemos reconocer que hay personas a quienes Dios ha otorgado autoridad. En el capítulo 1 de Revelación se ve a Jesucristo con “estrellas” en la mano derecha (Rev. 1:16, 20). 

En un sentido amplio, estas “estrellas” representan a los cuerpos de ancianos de las congregaciones. Estos superintendentes nombrados se someten a la guía de Cristo e imitan su manera cariñosa de tratar a las personas. Jesús dispuso que “el esclavo fiel y discreto” suministrara alimento espiritual al tiempo debido, y todos los cristianos aceptamos la dirección de dicho esclavo (Mat. 24:45-47). 

El hecho de que estemos tan dispuestos a estudiar y poner en práctica la información que este nos proporciona confirma que nos sometemos a la autoridad de Cristo. Además, de esta manera promovemos la paz y la unidad (Rom. 14:13, 19).

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