La fe constituye —al menos en cierta medida— un elemento significativo de nuestra vida. Aceptamos un empleo con la convicción de que nos pagarán. Sembramos semillas con la esperanza de que van a germinar. Confiamos en nuestros amigos. Y no dudamos de las leyes que regulan el universo. Se trata de una convicción informada, basada en pruebas. De la misma manera, la fe en que hay un Dios se apoya en pruebas.
La Biblia dice en Hebreos 11:1: “Fe es [...] la demostración evidente de realidades aunque no se contemplen”. Otra versión dice: “La fe [...] es lo que nos da la certeza de las cosas que no podemos ver” (Nueva Traducción Viviente). Ilustrémoslo con un ejemplo. Supongamos que usted va caminando por la playa cuando, de repente, siente que el suelo tiembla y ve que las aguas se retiran de la costa. Inmediatamente reconoce el significado de estos fenómenos, pues son señal de que se aproxima un tsunami. En este caso, el temblor de tierra y la retirada del mar constituyen una “demostración evidente” de una realidad que aún no se ve: la gigantesca ola que avanza en dirección suya. Su fe informada lo mueve entonces a buscar refugio en un lugar alto.
La fe en Dios también debe ser una fe informada, que nazca de pruebas contundentes; solo así será posible aceptar a Dios como una realidad “que no podemos ver”. ¿Hace falta ser científico para evaluar las pruebas? No. El químico Vladimir Prelog, galardonado con el premio Nobel, reconoció que ni siquiera “los ganadores del premio Nobel saben más acerca de Dios, la religión y la vida después de la muerte que las demás personas”.
Un corazón sincero y la sed de saber la verdad deberían impulsarnos a examinar las pruebas con imparcialidad y dejar que nos lleven en la dirección correcta.
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