“Haz que mis ojos pasen adelante para que no vean lo que es inútil; consérvame vivo en tu propio camino.” (SAL. 119:37)
¡CUÁNTO apreciamos el don de la vista! Gracias a él, captamos las imágenes a todo color y en tres dimensiones. También distinguimos si se acerca alguien querido o, por el contrario, alguna amenaza. Además, percibimos la belleza y disfrutamos de las maravillas del mundo natural, que son testimonio claro de la existencia de un glorioso Creador (Sal. 8:3, 4; 19:1, 2; 104:24; Rom. 1:20). Y por si fuera poco, este sentido nos permite aportar a la mente multitud de datos que resultan esenciales para conocer a Jehová y edificar la fe en él (Jos. 1:8; Sal. 1:2, 3).
Pero la estrecha relación que existe entre vista y mente exige que tengamos mucho cuidado, pues lo que vemos condiciona lo que pensamos. Así sucede cuando dirigimos la mirada a cosas que despiertan o avivan ambiciones y malos deseos. Este mundo depravado y egoísta dominado por Satanás nos bombardea con imágenes y propaganda que pueden hacernos mucho daño aunque solo les demos un vistazo (1 Juan 5:19). No es de extrañar que el salmista pidiera a Dios: “Haz que mis ojos pasen adelante para que no vean lo que es inútil; consérvame vivo en tu propio camino” (Sal. 119:37).
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