En tiempos bíblicos, Jehová fue revelando detalles de su propósito de forma paulatina. Al principio mantuvo como “un secreto sagrado” la identidad de la Descendencia prometida (1 Cor. 2:7). De hecho, dejó pasar dos milenios antes de volver a hablar del tema. Fue en la ocasión en la que le hizo a Abrahán una promesa que aclaró aún más el asunto (léanse Génesis 12:7 y 22:15-18). En ella incluyó las palabras “mediante tu descendencia”, de las cuales se desprende lógicamente que se trataría de un ser humano y que pertenecería a la familia del patriarca. Podemos estar seguros de que Satanás escuchó con mucho interés la revelación de este detalle y trató por todos los medios de destruir o corromper el linaje de Abrahán y así impedir la realización del propósito divino. Pero eso era imposible, pues la fuerza invisible de Dios estaba en acción. ¿Cómo?
Jehová se valió de su espíritu para proteger la línea de antepasados de la Descendencia. Así, le dijo a Abrahán (entonces llamado Abrán): “Soy para ti un escudo” (Gén. 15:1). Y no hablaba por hablar. Pensemos, por ejemplo, en lo que sucedió en torno al año 1919 antes de nuestra era. Cuando él y su esposa se fueron a vivir a Guerar por un tiempo, Abimélec, el rey de la ciudad, tomó a Sara con la intención de convertirla en su mujer, pues ignoraba que estaba casada. ¿Era esta una de las estrategias de Satanás para impedir que ella le diera un hijo a Abrahán? La Biblia no lo aclara, pero sí muestra que Dios tomó cartas en el asunto y advirtió en sueños al monarca que no la tocara (Gén. 20:1-18).
Pero esta es tan solo una de las varias ocasiones en que libró del peligro al patriarca y a su familia (Gén. 12:14-20; 14:13-20; 26:26-29). Por eso, el salmista tenía toda la razón para escribir: “[Jehová] no permitió que ningún humano los defraudara [a Abrahán y sus descendientes], antes bien, a causa de ellos censuró a reyes, diciendo: ‘No toquen ustedes a mis ungidos, y a mis profetas no hagan nada malo’” (Sal. 105:14, 15).
Jehová también se valió de su fuerza activa para proteger a la antigua nación de Israel, en la cual nacería la Descendencia prometida. En primer lugar, inspiró la Ley mosaica, que preservaba la religión verdadera y resguardaba a su pueblo de la contaminación espiritual, moral y física (Éxo. 31:18; 2 Cor. 3:3). Luego, en la época de los jueces, infundió su espíritu a ciertos hombres para que libraran a Israel de la mano de sus enemigos (Jue. 3:9, 10). Y durante los siglos que pasaron hasta el nacimiento de Jesús —la parte principal de la descendencia—, sin duda utilizó esa misma fuerza para conservar Jerusalén, Belén y el templo, lugares a los que se alude en las profecías mesiánicas.
El espíritu santo intervino directamente en la vida y ministerio de Cristo. Para empezar, actuó en la matriz de la virgen María y logró algo único en la historia: que una mujer imperfecta concibiera y diera a luz a un hijo perfecto y, por lo tanto, libre del pecado y la condena a la muerte (Luc. 1:26-31, 34, 35). Además, impidió que Jesús muriera en su infancia, antes del tiempo señalado (Mat. 2:7, 8, 12, 13). Más tarde, cuando este tenía unos 30 años, fue ungido con espíritu y así recibió el nombramiento como heredero al trono de David y la comisión de predicar el Reino (Luc. 1:32, 33; 4:16-21). Mediante ese mismo espíritu fue capaz de realizar milagros como sanar enfermos, multiplicar alimentos y resucitar muertos. Aquellos portentos nos dan una idea de las bendiciones que podemos esperar durante su reinado.
A partir del Pentecostés del año 33, Jehová usó su fuerza activa para ungir a la parte secundaria de la descendencia de Abrahán, formada por cristianos que en muchos casos no tenían a este patriarca por antepasado (Rom. 8:15-17; Gál. 3:29). Era evidente que el espíritu operaba en ellos, pues les permitía predicar con fervor y efectuar milagros (Hech. 1:8; 2:1-4; 1 Cor. 12:7-11). Gracias a estos dones, se hizo evidente un cambio trascendental: aunque Jehová había empleado por siglos un sistema religioso que giraba en torno al templo de Jerusalén, lo sustituyó por la congregación de cristianos ungidos, la cual resultaría esencial para el desarrollo de su propósito.
Como hemos visto, en tiempos bíblicos Jehová utilizó su espíritu para muchos cometidos, entre ellos proteger a sus siervos, concederles dones especiales y ungirlos. De este modo fue dando los pasos necesarios para llevar a cabo su voluntad. ¿Qué puede decirse de nuestros días? ¿Cómo emplea hoy su espíritu para el adelanto de su propósito? Es vital saber las respuestas, pues tenemos que colaborar con dicho espíritu.
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