En su famoso Sermón del Monte, Jesús dijo a sus oyentes que debían amar a sus enemigos y orar por los que los perseguían (léase Mateo 5:43-45). Todos los presentes en aquella ocasión eran judíos, de modo que conocían el mandato divino: “No debes tomar venganza ni tener rencor contra los hijos de tu pueblo; y tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo” (Lev. 19:18). Pues bien, los líderes religiosos del siglo primero sostenían que las expresiones “los hijos de tu pueblo” y “tu prójimo” se referían exclusivamente a los judíos. También enfatizaban que la Ley mosaica les exigía mantenerse separados de las demás naciones. Esto llevó a dichos líderes a la conclusión de que todos los que no fueran judíos eran enemigos y que había que odiarlos.
Jesús, en cambio, dijo: “Continúen amando a sus enemigos y orando por los que los persiguen” (Mat. 5:44). Sus discípulos tenían que tratar con amor a quienes fueran hostiles con ellos. Según el evangelista Lucas, Jesús declaró: “Les digo a ustedes los que escuchan: Continúen amando a sus enemigos, haciendo bien a los que los odian, bendiciendo a los que los maldicen, orando por los que los insultan” (Luc. 6:27, 28). Nosotros, al igual que los discípulos del siglo primero, tomamos a pecho las enseñanzas de Jesús. ¿Cómo ‘hacemos el bien a los que nos odian’? Respondiendo a su hostilidad con actos bondadosos. ¿Cómo ‘bendecimos a los que nos maldicen’? Hablándoles de forma amable y considerada. Y ¿cómo ‘oramos por los que nos persiguen’ valiéndose de violencia física o de insultos? Pidiéndole a Jehová que tales personas cambien y obtengan su favor. Cuando así lo hacemos, demostramos que amamos a nuestros enemigos.
¿Por qué deben los cristianos tratar con amor a sus enemigos? ‘Para demostrar que son hijos de su Padre que está en los cielos’, señaló Jesús (Mat. 5:45). ¿Y en qué sentido demostramos así que somos hijos de Dios? En el sentido de que lo estamos imitando, pues Jehová “hace salir su sol sobre inicuos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” o, como lo expresa Lucas, “es bondadoso para con los ingratos e inicuos” (Luc. 6:35).
Jesús destacó así la importancia de que sus discípulos amaran a sus enemigos: “Si aman a los que los aman, ¿qué galardón tienen? ¿No hacen también la misma cosa los recaudadores de impuestos? Y si saludan a sus hermanos solamente, ¿qué cosa extraordinaria hacen? ¿No hace la misma cosa también la gente de las naciones?” (Mat. 5:46, 47). Si solo mostráramos amor a quienes nos lo muestran a nosotros, no mereceríamos ningún “galardón” de parte de Dios, es decir, no mereceríamos su favor. Hasta los recaudadores de impuestos, a quienes muchos judíos consideraban despreciables, trataban con amor a las personas que los amaban (Luc. 5:30; 7:34).
El saludo común entre los judíos incluía la palabra “paz”, lo que daba a entender que a la persona se le deseaba salud y prosperidad (Jue. 19:20; Juan 20:19). Por eso, el siervo de Dios que solo saludaba a quienes consideraba sus hermanos no estaba haciendo nada extraordinario. Como indicó Jesús, “la gente de las naciones” actuaba de igual modo.
Jesús concluyó esta parte de su discurso diciendo: “Ustedes, en efecto, tienen que ser perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mat. 5:48). Pero los discípulos de Cristo no podían ser perfectos, pues habían heredado el pecado de Adán (Rom. 5:12). Entonces, ¿a qué se refería Jesús? A que debían imitar a su Padre celestial de una manera en particular: haciendo que su amor llegara a ser “perfecto”, es decir, más completo. ¿Cómo lo lograrían? Amando incluso a sus enemigos. De los cristianos de la actualidad se espera lo mismo.
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