Amar no es de por sí nada extraordinario para Dios porque él “es amor”. (1 Juan 4:8.) El amor es su característica preponderante. La formación de las montañas y la reunión de las aguas en lagos y océanos, cuando preparó la Tierra como lugar de habitación para el hombre, fue una impresionante demostración de su poder. (Génesis 1:9, 10.) Cuando puso en marcha los ciclos del agua y del oxígeno, cuando creó incontables microorganismos y variedades de plantas para convertir las sustancias químicas de la Tierra en alimento que los seres humanos pudieran asimilar, cuando sincronizó nuestro reloj biológico con la duración de los días y los meses del planeta Tierra, se destacó su sabiduría. (Salmo 104:24; Jeremías 10:12.) Sin embargo, lo más sobresaliente en la creación física es la evidencia del amor de Dios.
El paladar nos habla del amor de Dios cuando mordemos una fruta suculenta y madura que, obviamente, no solo se hizo para alimentarnos, sino también para nuestro deleite. Con los ojos vemos prueba inequívoca de ese amor en las imponentes puestas de sol, los cielos estrellados de una noche clara, las flores multiformes de vistosos colores, las travesuras de los animales jóvenes y la afectuosa sonrisa de un amigo. El sentido del olfato nos lo recuerda cuando olemos la dulce fragancia de las flores en primavera. Los oídos lo perciben cuando escuchamos el sonido de una catarata, el trino de los pájaros y la voz de un ser querido. Lo sentimos cuando un ser amado nos estrecha entre sus brazos. Algunos animales están dotados de la facultad de ver, oír y oler cosas que el ser humano no puede. Pero la humanidad, hecha a la imagen de Dios, posee la capacidad de percibir el amor divino como ningún animal puede hacerlo. (Génesis 1:27.)
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