Jehová le dio a Adán la maravillosa oportunidad de vivir para siempre, con la condición de que fuera obediente. Cuando este le desobedeció, se convirtió en pecador (Génesis 2:15-17; 3:6). Al oponerse a la voluntad divina, perdió la perfección y su buena relación con Dios. Además, comenzó a envejecer y, finalmente, murió. Por desgracia, todos sus descendientes —entre ellos, nosotros— heredamos el pecado, y por eso sufrimos la misma condena. Pero ¿por qué ha de ser así?
La razón es simple. Una persona imperfecta no puede tener hijos perfectos. Por tanto, todo descendiente de Adán es pecador; y, como señaló Pablo, “el salario que el pecado paga es muerte” (Romanos 6:23).
No obstante, el apóstol también dijo: “Pero el don que Dios da es vida eterna por Cristo Jesús nuestro Señor”. Dicho en otras palabras, a través del sacrificio de Jesús, quienes sean obedientes a Dios serán liberados de los efectos del pecado que Adán cometió (Mateo 20:28; 1 Pedro 1:18, 19). ¿Cómo debería eso influir en cada uno de nosotros?
El amor de Cristo “nos obliga”
Por inspiración divina, el apóstol Pablo escribió: “El amor que el Cristo tiene nos obliga, porque esto es lo que hemos juzgado, que un hombre murió por todos; [...] y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió por ellos y fue levantado” (2 Corintios 5:14, 15). Si comprendemos que el sacrificio de Jesús puede liberarnos de los efectos del pecado —y queremos demostrar que lo valoramos—, debemos esforzarnos por vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. En efecto, necesitamos aprender las normas de Dios, amoldar nuestra conciencia a los principios bíblicos y seguirlos diariamente (Juan 17:3, 17).
Recordemos que las malas acciones nos alejan de Jehová. Así lo demuestra el caso del rey David, quien cometió adulterio con una mujer llamada Bat-seba y fue responsable de la muerte de su esposo. Cuando comprendió la gravedad de sus actos, debió de sentirse terriblemente avergonzado. No obstante, lo que más le dolía —y con razón— era que había ofendido a Dios. Por eso le dijo arrepentido: “Contra ti, contra ti solo, he pecado, y lo que es malo a tus ojos he hecho” (Salmo 51:4). Otro ejemplo es el de José. Cuando una mujer casada intentó que él se acostara con ella, la conciencia de este le hizo preguntarse: “¿Cómo podría yo cometer esta gran maldad y realmente pecar contra Dios?” (Génesis 39:9).
Como vemos, lo malo del pecado no es sencillamente que sintamos vergüenza cuando nos descubren. Tampoco es tener que dar explicaciones a los demás por no haber estado a la altura de ciertas expectativas sociales. Lo peor es que si violamos las leyes divinas sobre temas como el sexo, la honradez, el respeto o la forma de adorar a Dios, estamos perjudicando nuestra relación con él. Y si pecamos a propósito una y otra vez, nos estamos convirtiendo en sus enemigos. Nadie debería tomar este asunto a la ligera (1 Juan 3:4, 8).
Retomemos la pregunta que planteamos al principio de esta serie de artículos: “¿Será cierto que ya nada es pecado?”. La respuesta es un rotundo no. Lo que ha ocurrido es que la gente les ha cambiado el nombre a ciertas prácticas para que no parezcan tan malas. Muchos no escuchan la voz de su conciencia o hasta la insensibilizan. Pero si queremos agradar a Dios, no podemos imitar su actitud. Como hemos visto, las consecuencias del pecado van más allá de quedar avergonzados o con el orgullo herido. Nuestra vida está en juego.
Afortunadamente, gracias al valor del sacrificio de Jesús, podemos recibir el perdón de nuestros pecados si nos arrepentimos y dejamos de cometerlos. Como escribió el apóstol Pablo: “Felices son aquellos cuyos desafueros han sido perdonados y cuyos pecados han sido cubiertos; feliz es el hombre cuyo pecado Jehová de ninguna manera tomará en cuenta” (Romanos 4:7, 8).
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