LA PRESIÓN a la que se enfrenta es muy intensa. Jesús nunca ha sentido tanta angustia mental y emocional. Se encuentra en las últimas horas de su vida en la Tierra, y se dirige, acompañado de sus discípulos, a un lugar conocido: el jardín de Getsemaní. Ya se han reunido allí a menudo, pero esta noche necesita estar un rato a solas. Jesús se separa de ellos, se adentra en el jardín y, arrodillándose, empieza a orar. Son tan fervientes sus oraciones y es tan profunda su aflicción que su sudor se hace “como gotas de sangre que [caen] al suelo” (Lucas 22:39-44).
¿Por qué está tan afligido? Es verdad que sabe que poco después va a sufrir dolor físico extremo, pero esa no es la razón por la que se siente así. Sobre él pesan asuntos mucho más importantes. Le preocupa profundamente el nombre de su Padre; además, es consciente de que el futuro de la familia humana depende de su fidelidad. Sabe lo vital que es que aguante; si falla, el nombre de Jehová quedará deshonrado. Pero no falla. Más tarde, ese mismo día, cuando está por exhalar su último suspiro, el hombre que ha sido el mayor ejemplo de aguante en la Tierra exclama triunfante: “¡Se ha realizado!” (Juan 19:30).
La Biblia nos insta a “consider[ar] con sumo cuidado y atención al que ha aguantado”, es decir, a Jesús (Hebreos 12:3). Ante esto, surgen varias preguntas importantes: ¿Qué situaciones penosas aguantó? ¿Qué le ayudó a resistir? ¿Cómo podemos copiar su ejemplo? Pero antes de dar respuesta a estos interrogantes, examinemos lo que implica el aguante.
¿En qué consiste el aguante?
De vez en cuando, todos somos afligidos “por diversas pruebas” (1 Pedro 1:6). Ahora bien, el hecho de que alguien pase por una prueba, ¿significa forzosamente que está aguantando? En realidad, no. El sustantivo griego que se traduce “aguante” significa “la acción de permanecer firme [...] frente a los males que acosan”. Hablando del aguante al que se refieren los escritores de la Biblia, cierto estudioso en la materia explica: “Es el espíritu que puede sobrellevar las cargas por su esperanza inflamada, no por simple resignación [...]. Es la cualidad que mantiene a un hombre firme contra los elementos. Es la virtud que puede transmutar en gloria a la desgracia más grande, porque, más allá del dolor, ve la meta”.
Por lo tanto, aguantar no es solo cuestión de sufrir penalidades porque no hay manera de evitarlas. En sentido bíblico implica firmeza, mantener la debida actitud mental, sin perder la esperanza ante la adversidad. A modo de ilustración, pensemos en dos hombres que están presos en condiciones semejantes, pero por motivos muy distintos. Uno es un delincuente común que cumple su condena con resentimiento y amargura. El otro es un cristiano que, aunque ha sido encarcelado por su lealtad, permanece fiel y mantiene una actitud positiva porque ve en su situación una oportunidad de demostrar su fe. Difícilmente consideraríamos al malhechor un modelo de aguante, ¿verdad? Sin embargo, el cristiano leal sería para nosotros un ejemplo perfecto de esta invaluable cualidad (Santiago 1:2-4).
El aguante es indispensable para alcanzar la salvación (Mateo 24:13). Sin embargo, no nacemos con esta cualidad tan necesaria; tenemos que cultivarla. ¿Cómo? “La tribulación produce aguante”, afirma Romanos 5:3. Efectivamente, si de veras queremos desarrollar aguante, no podemos huir temerosos ante las pruebas de fe; al contrario, tenemos que hacerles frente. El aguante es el resultado de afrontar y vencer las pruebas grandes y pequeñas que se nos presentan a diario. Cada prueba que superamos nos fortalece para resistir la siguiente. Desde luego, no adquirimos aguante por nuestra propia cuenta, sino que “depend[emos] de la fuerza que Dios suministra” (1 Pedro 4:11). A fin de ayudarnos a permanecer firmes, Jehová nos ha dado la mejor ayuda disponible: el ejemplo de su Hijo. Analicemos el intachable historial de aguante de Jesús.
Lo que Jesús aguantó
Al aproximarse el fin de su vida en la Tierra, Jesús aguantó una crueldad tras otra. Aparte de la gran tensión mental que experimentó la última noche, piense en las desilusiones que debió de sufrir y en las humillaciones que soportó. Traicionado por uno de los suyos y abandonado por sus amigos más allegados, fue sometido a un juicio ilegal por el tribunal religioso más importante del país, cuyos miembros se burlaron de él, le escupieron y le dieron puñetazos. Sin embargo, aguantó todo con imperturbable dignidad y fortaleza (Mateo 26:46-49, 56, 59-68).
En sus últimas horas de vida, Jesús experimentó gran dolor físico. Fue flagelado de una manera tan brutal que —según se dice— los azotes le causaron “profundos cortes en forma de tiras y una considerable pérdida de sangre”. Luego fue clavado en un poste, ejecutado de un modo que producía “una muerte lenta con el máximo dolor y sufrimiento”. Piense en el terrible martirio que debió de haber sufrido cuando le hincaron largos clavos en las manos y los pies (Juan 19:1, 16-18). Imagínese el indescriptible dolor que soportó cuando alzaron el madero y todo el peso de su cuerpo quedó suspendido de los clavos, con su espalda desgarrada rozando la áspera superficie del poste. Y Jesús soportó este despiadado tormento a la vez que llevaba sobre sí una pesada carga emocional, como se mencionó al comienzo del capítulo.
Como seguidores de Cristo, ¿qué cosas pudiera tocarnos aguantar? Jesús dijo: “Si alguien quiere venir en pos de mí, [...] tome su madero de tormento y sígame de continuo” (Mateo 16:24). La expresión “madero de tormento” simboliza aquí el sufrimiento, la vergüenza y hasta la misma muerte. Seguir a Cristo no es fácil. Las normas cristianas nos hacen diferentes, y el mundo nos odia porque no somos parte de él (Juan 15:18-20; 1 Pedro 4:4). Aun así, estamos dispuestos a tomar nuestro madero de tormento, sí, estamos listos para sufrir —y hasta morir— antes que dejar de seguir a nuestro Modelo (2 Timoteo 3:12).
Hubo otras situaciones difíciles a las que Jesús se enfrentó durante su ministerio: las causadas por las imperfecciones de quienes lo rodeaban. Recordemos que él fue el “obrero maestro” cuando Jehová creó la Tierra y todas las formas de vida que la pueblan (Proverbios 8:22-31). Por lo tanto, sabía bien que Jehová se proponía que los seres humanos reflejaran sus cualidades y gozaran de la vida en salud perfecta (Génesis 1:26-28). Sin embargo, ya en la Tierra, Jesús vio desde otra perspectiva los estragos causados por el pecado, pues él mismo era un hombre, capaz de experimentar los sentimientos y emociones humanos. ¡Qué triste debió de sentirse al comprobar por sí mismo cuánto se había alejado la humanidad de la perfección que en su día tuvieron Adán y Eva! La situación le suponía una prueba. ¿Se desanimaría y se daría por vencido?
¿Consideraría a los seres humanos un caso perdido? Veamos lo que hizo.
En cierta ocasión, Jesús se afligió tanto al ver lo insensibles que eran los judíos que lloró abiertamente. Sin embargo, ¿logró la indiferencia de aquel pueblo que su celo se apagara o que dejara de predicar? Todo lo contrario: siguió “enseña[ndo] diariamente en el templo” (Lucas 19:41-44, 47). En otra ocasión, cuando vio que los fariseos lo vigilaban para ver si curaba a un hombre en sábado, se sintió “cabalmente contristado” por su duro corazón. Pero ¿se dejó intimidar por aquellos santurrones? En absoluto. De hecho, curó al hombre allí, ¡en el mismo centro de la sinagoga! (Marcos 3:1-5.)
Las debilidades de sus discípulos más cercanos también debieron de ser una prueba para Jesús. Como vimos en el capítulo 3, estos manifestaron un deseo constante de conseguir prominencia (Mateo 20:20-24; Lucas 9:46). Más de una vez, Jesús los aconsejó sobre la necesidad de ser humildes (Mateo 18:1-6; 20:25-28). Pero les costaba aplicar su consejo. De hecho, en la última noche que él estuvo con ellos se produjo “una disputa acalorada” sobre quién era el más importante (Lucas 22:24). ¿Se dio por vencido Jesús pensando que eran un caso perdido? Claro que no. Paciente como siempre, mantuvo una actitud positiva y confiada, y centró su atención en las cosas buenas que tenían. Sabía que en el fondo amaban a Jehová y que de verdad querían hacer la voluntad divina (Lucas 22:25-27).
Es posible que nosotros pasemos por pruebas similares a las de Jesús. Por ejemplo, quizás nos encontremos con personas que son indiferentes o hasta contrarias al mensaje del Reino. ¿Nos desanimará su actitud negativa, o seguiremos predicando con celo? (Tito 2:14.) Las imperfecciones de nuestros hermanos en la fe también pueden representar una prueba. Una palabra irreflexiva o un acto desconsiderado por parte de ellos puede herir nuestros sentimientos (Proverbios 12:18). ¿Dejaremos que sus defectos nos hagan pensar que son un caso perdido, o seguiremos soportando sus faltas y concentrándonos en sus buenas cualidades? (Colosenses 3:13.)
Razones por las que aguantó
¿Qué contribuyó a que Jesús se mantuviera firme y siguiera fiel a Jehová a pesar de todos los padecimientos, humillaciones y desilusiones que sufrió? Cabe destacar dos factores importantes. En primer lugar, miró hacia arriba, por así decirlo, para apelar al “Dios que suministra aguante” (Romanos 15:5). En segundo lugar, miró hacia adelante al centrar la atención en los resultados que obtendría si aguantaba. Analicemos estos dos factores por separado.
Aunque Jesús era el Hijo perfecto de Dios, no confió en sus propias fuerzas para aguantar, sino que acudió a su Padre celestial por ayuda. El apóstol Pablo escribió: “Cristo ofreció ruegos y también peticiones a Aquel que podía salvarlo de la muerte, con fuertes clamores y lágrimas” (Hebreos 5:7). Observe que Jesús “ofreció” no solo peticiones, sino también ruegos. El término ruego se refiere a una súplica especialmente sincera e intensa; significa implorar ayuda. La palabra “ruegos”, en plural, indica que Jesús le imploró a Jehová en más de una ocasión. De hecho, en el jardín de Getsemaní, él oró con fervor una y otra vez (Mateo 26:36-44).
Jesús tenía plena confianza en que Jehová escucharía sus ruegos, pues sabía que su Padre es el “Oidor de la oración” (Salmo 65:2). Durante su existencia prehumana, el Hijo primogénito había visto al Padre contestar las oraciones de sus siervos fieles. Él estaba en los cielos cuando Jehová envió a un ángel para responder a la oración sincera del profeta Daniel, incluso antes de que terminara de orar (Daniel 9:20, 21). ¿Cómo, entonces, no iba a contestar el Padre a su Hijo unigénito cuando este le abriera su corazón “con fuertes clamores y lágrimas”? Jehová respondió a las súplicas de su Hijo y mandó a un ángel para que lo fortaleciera y así pudiera resistir la prueba (Lucas 22:43).
Para no rendirnos ante las adversidades, nosotros también tenemos que mirar hacia arriba, por así decirlo, pues es necesario que alcemos los ojos al cielo, al Dios que “imparte poder” (Filipenses 4:13). Si el Hijo perfecto de Dios sintió la necesidad de implorar ayuda a Jehová, ¡cuánto más tendremos que hacerlo nosotros! Como Jesús, tal vez tengamos que suplicarle a Jehová en repetidas ocasiones (Mateo 7:7). Aunque no esperamos recibir una visita angelical, de una cosa sí estamos seguros: nuestro amoroso Dios responderá a las plegarias del cristiano leal que “persiste en ruegos y oraciones noche y día” (1 Timoteo 5:5). Sean cuales sean las pruebas que afrontemos —la mala salud, la muerte de un ser querido o la persecución—, Jehová nos responderá cuando le pidamos con fervor que nos conceda sabiduría, valor y fuerzas para aguantar (2 Corintios 4:7-11; Santiago 1:5).
El segundo factor que hizo posible que Jesús aguantara es que él miró hacia adelante, más allá del sufrimiento, a lo que le aguardaba. “Por el gozo que fue puesto delante de él aguantó un madero de tormento”, dice la Biblia (Hebreos 12:2). El ejemplo de Jesús ilustra el vínculo que existe entre la esperanza, el gozo y el aguante. Pudiéramos resumirlo así: la esperanza conduce al gozo, y el gozo, al aguante (Romanos 15:13; Colosenses 1:11). Jesús tenía ante sí perspectivas maravillosas. Sabía que con su fidelidad contribuiría a vindicar la soberanía de su Padre y podría recomprar a la humanidad del pecado y la muerte. Además, abrigaba la esperanza de ser Rey y Sumo Sacerdote, lo que traería mayores bendiciones a los seres humanos obedientes (Mateo 20:28; Hebreos 7:23-26). Al concentrarse en las perspectivas y la esperanza que tenía por delante, Jesús sintió un gozo infinito, y ese gozo, a su vez, le ayudó a aguantar.
Al igual que Jesús, debemos dejar que la esperanza, el gozo y el aguante obren juntos en favor de nosotros. “Regocíjense en la esperanza”, instó el apóstol Pablo. Y añadió: “Aguanten bajo tribulación” (Romanos 12:12). ¿Está usted pasando ahora mismo por una prueba severa de su fe? Entonces, mire hacia adelante. No pierda de vista el hecho de que su aguante alabará el nombre de Jehová. Mantenga una visión clara de la valiosa esperanza del Reino. Transpórtese al cercano nuevo mundo de Dios e imagínese disfrutando de las bendiciones del Paraíso. Verá que siente un gran gozo mientras espera con ilusión el cumplimiento de las maravillosas promesas de Jehová, entre ellas la vindicación de su soberanía, la eliminación de la maldad en la Tierra y el fin de la enfermedad y la muerte. Y con ese gozo en su corazón podrá aguantar cualquier prueba que le sobrevenga. Así es: comparada con el cumplimiento de la esperanza del Reino, toda tribulación que padezcamos en este mundo es ciertamente “momentánea y liviana” (2 Corintios 4:17).
Sigamos “sus pasos con sumo cuidado y atención”
Jesús sabía que ser seguidor suyo conllevaría dificultades, que exigiría aguante (Juan 15:20). Estaba listo para marcar el camino, consciente de que su ejemplo animaría a otros (Juan 16:33). Por supuesto, él fue el ejemplo perfecto de aguante, mientras que nosotros estamos muy lejos de la perfección. Entonces, ¿qué espera Jehová de nosotros? Pedro explica: “Cristo sufrió por ustedes, dejándoles dechado para que sigan sus pasos con sumo cuidado y atención” (1 Pedro 2:21). La manera como él se enfrentó a las pruebas es un “dechado”, es decir, un modelo o ejemplo que imitar. El historial de aguante que se labró puede compararse a “pasos”, o pisadas. Aunque somos incapaces de seguirlos a la perfección, sí podemos seguirlos “con sumo cuidado y atención”.
Resolvámonos, por lo tanto, a seguir el ejemplo de Jesús lo mejor que podamos. No olvidemos nunca que cuanto más atentamente sigamos sus pisadas, mejor preparados estaremos para aguantar “hasta el fin”, ya sea el fin de este viejo mundo o el fin de nuestra vida actual. No sabemos qué llegará primero, pero sí sabemos esto: Jehová premiará nuestro aguante por toda la eternidad (Mateo 24:13).
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