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Thursday, June 30, 2011

La Descendencia prometida


 

 Cuando Adán pecó, y parecía que la humanidad lo había perdido todo —su relación con Dios, la vida eterna, la felicidad y el Paraíso—, Jehová predijo que enviaría un libertador al que llamó “la descendencia” (Gén. 3:15). Esa misteriosa Descendencia fue el centro de numerosas profecías bíblicas a lo largo de los siglos. Tenía que venir mediante Abrahán, Isaac y Jacob. Y también descendería del rey David (Gén. 21:12; 22:16-18; 28:14; 2 Sam. 7:12-16).
 

 ¿Quién era la Descendencia prometida? Encontramos la respuesta en Gálatas 3:16. (Léase.) Sin embargo, más adelante en ese capítulo, Pablo les dice a los cristianos ungidos: “Si pertenecen a Cristo, realmente son descendencia de Abrahán, herederos respecto a una promesa” (Gál. 3:29). ¿Por qué dice Pablo que la Descendencia prometida es Cristo y luego dice que son los cristianos ungidos?
 

 Hoy día hay millones de personas que se enorgullecen de ser descendientes de Abrahán. De hecho, algunas religiones afirman que sus profetas descienden de este patriarca. Ahora bien, ¿conforman esas personas la Descendencia prometida? No. Como señaló el apóstol Pablo bajo inspiración, no todos los descendientes de Abrahán pueden afirmar que son parte de esa Descendencia. Aunque Abrahán tuvo varios hijos, la Descendencia mediante la cual se bendeciría a la humanidad solo vendría mediante uno de ellos: Isaac (Heb. 11:18). Al final, solo un descendiente de Abrahán sería la parte principal de la descendencia prometida, y ese resultó ser Jesucristo, quien, como bien se documenta en la Biblia, era descendiente directo de Abrahán por Isaac. Los cristianos ungidos llegaron después a formar la parte secundaria de la descendencia de Abrahán. Y la razón por la que se les concede este privilegio es que “pertenecen a Cristo”. Como vemos, el papel de Jesús en el cumplimiento de la primera profecía de la Biblia es realmente singular.
 

 ¿Qué aprendemos de este breve análisis del singular papel que desempeña Jesús en el propósito de Jehová? Pues que desde su creación, Jesús, el Hijo unigénito de Dios, ha sido único en su clase. Con todo, siempre ha servido a su Padre con humildad, haciendo su voluntad sin ningún tipo de pretensión (Juan 5:41; 8:50). ¡Qué magnífico ejemplo! Imitemos a Jesús y esforcémonos siempre por hacer “todas las cosas para la gloria de Dios” (1 Cor. 10:31).

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