Para el tiempo en que Jesús vino a la Tierra, la religión judía se había apartado muchísimo de lo que la Palabra de Dios enseñaba. Los maestros religiosos de la época —los saduceos, los fariseos y los escribas— le daban más peso a la tradición que a las Santas Escrituras. Una y otra vez acusaron a Jesús de violar la Ley mosaica, argumentando que efectuar curaciones milagrosas en sábado era un delito.
Pero, valiéndose de sólidas razones, Jesús rebatió sus doctrinas falsas, lo cual debilitó su posición de autoridad y puso en entredicho que contaran con el respaldo divino. Además, como Jesús no era rico ni poderoso, ni había asistido a sus prestigiosas escuelas, aquellos arrogantes líderes jamás lo iban a reconocer como el Mesías. Tanto los enardecían sus palabras que “entraron en consejo contra él para [...] destruirlo” (Mateo 12:1-8, 14; 15:1-9).
Ahora bien, ¿acaso no vieron los milagros de Jesús? ¿Qué explicación tenían para ellos? La verdad es que no podían negarlos. Así que para evitar que la gente creyera en él, decían: “Este no expulsa a los demonios sino por medio de Beelzebub, el gobernante de los demonios” (Mateo 12:24). En efecto, atribuían el poder de Jesús a Satanás. ¡Qué tremenda blasfemia!
Pero había otra razón por la que los líderes religiosos se negaron de plano a reconocer a Jesús como el Mesías. Esta se hizo patente en una reunión que celebraron los jefes de las distintas facciones después de la resurrección de Lázaro. “¿Qué hemos de hacer —dijeron—, porque este hombre ejecuta muchas señales? Si lo dejamos así, todos pondrán fe en él, y los romanos vendrán y nos quitarán nuestro lugar así como nuestra nación.” Tanto miedo tenían de perder el poder, que planearon matar a Jesús y también a Lázaro (Juan 11:45-53; 12:9-11).
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