La actitud que adoptaron los maestros religiosos creó un ambiente hostil para los seguidores de Jesús. Alardeando de su posición, aquellos hombres proclamaban: “Ni uno de los gobernantes o de los fariseos ha puesto fe en él, ¿verdad?” (Juan 7:13, 48).
De este modo insinuaban que creer en Jesús era propio del populacho. Y aunque algunos dirigentes judíos —como Nicodemo y José de Arimatea— se hicieron discípulos, lo mantuvieron secreto por temor a sus compañeros (Juan 3:1, 2; 12:42; 19:38, 39).
De hecho, los guías religiosos habían decretado que quien aceptara a Jesús como el Mesías tendría que ser “expulsado de la sinagoga”, un castigo que suponía el rechazo de la sociedad (Juan 9:22).
Aquella oposición pronto se convirtió en violencia. Por ejemplo, el Sanedrín (el tribunal supremo judío) ordenó que a los apóstoles se les castigara con azotes por atreverse a predicar (Hechos 5:40).
Además, ese mismo tribunal condenó a muerte al discípulo Esteban, contra quien se presentaron falsos cargos de blasfemia. Justo después de que este fuera apedreado, “se levantó gran persecución contra la congregación que estaba en Jerusalén; [y] todos salvo los apóstoles fueron esparcidos por las regiones de Judea y de Samaria” (Hechos 6:8-14; 7:54–8:1).
Más adelante, el sumo sacerdote y “la asamblea de ancianos” aprobaron una campaña de persecución en la que participó Saulo, quien llegó a ser conocido como el apóstol Pablo (Hechos 9:1, 2; 22:4, 5).
En los años que siguieron a la muerte de Jesús, miles de personas tuvieron el valor de hacerse creyentes. Pero pese a su rápido crecimiento, los cristianos no dejaron de ser una minoría en la Palestina del siglo primero. Quien se atreviera a hacer pública su fe en Cristo se exponía a ser víctima de discriminación y violencia.
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