Job no era malicioso ni cruel, pues sabía que esos rasgos son incompatibles con la integridad. Notemos lo que dijo: “[No] solía regocijarme por la extinción de uno que me odiara intensamente, [ni] me sentía excitado porque el mal lo hubiera hallado [...] y no permití pecar a mi paladar pidiendo un juramento en contra de su alma” (Job 31:29, 30).
El justo Job nunca se alegró al ver sufrir a quienes lo odiaban. Siglos después, el libro de Proverbios advirtió: “Cuando caiga tu enemigo, no te regocijes; y cuando se le haga tropezar, no esté gozoso tu corazón, para que Jehová no vea, y sea malo a sus ojos, y ciertamente vuelva su cólera de contra él” (Pro. 24:17, 18).
Como Dios lee los corazones, sabe si nos alegramos por el sufrimiento ajeno, algo que no le agrada en absoluto (Pro. 17:5). Quien adopte esa actitud recibirá su merecido, pues Jehová asegura: “Mía es la venganza, y la retribución” (Deu. 32:35).
Además, Job era hospitalario (Job 31:31, 32). Aunque nosotros no seamos ricos como él, también podemos seguir “la senda de la hospitalidad” (Rom. 12:13). Si invitamos a alguien a comer a casa, no tenemos por qué preparar algo muy complicado. Recordemos que “mejor es un plato de legumbres donde hay amor que un toro cebado en pesebre y, junto con él, odio” (Pro. 15:17). Incluso con la comida más sencilla, podemos disfrutar de un rato agradable y edificante con nuestros queridos hermanos.
Los invitados de Job sin duda se sentían fortalecidos espiritualmente, pues él les brindaba su hospitalidad de forma sincera. No era como los hombres hipócritas que se introdujeron en la congregación del siglo primero, quienes colmaban de atenciones a las personas importantes “en el interés de su propio provecho” (Jud. 3, 4, 16).
Job tampoco trató de ocultar sus pecados ni escondió su error “en el bolsillo de [su] camisa” por miedo a caer en el descrédito. Él aceptaba que Dios lo examinara y estaba dispuesto a confesarle sus errores (Job 31:33-37).
Si algún día nosotros llegáramos a cometer un pecado grave, no deberíamos ocultarlo para guardar las apariencias. Más bien, deberíamos demostrar que somos íntegros reconociendo nuestro error, arrepintiéndonos, buscando ayuda espiritual y reparando en lo posible cualquier daño cometido (Pro. 28:13; Sant. 5:13-15).
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