En el mismo inicio de la historia, Jehová dio a conocer con toda claridad su propósito para la humanidad. ¿De qué manera? Al indicarle a Adán que si era obediente, podría vivir para siempre (Gén. 2:9, 17; 3:22). Desafortunadamente, Adán perdió la perfección. Sus primeros descendientes sin duda sabían lo que había ocurrido. Además, veían las consecuencias: se había bloqueado la entrada al jardín de Edén y la gente estaba envejeciendo y muriendo (Gén. 3:23, 24).
La duración de la vida se hacía cada vez más corta. Aunque Adán vivió 930 años, Sem, que sobrevivió al Diluvio, solo vivió 600, y su hijo Arpaksad, 438. Taré, el padre de Abrahán, vivió 205 años; Abrahán, 175; Isaac, 180, y Jacob, 147 (Gén. 5:5; 11:10-13, 32; 25:7; 35:28; 47:28). La gente debió de entender lo que esto significaba: la esperanza de vivir para siempre se había perdido. ¿Había alguna razón para creer que dicha esperanza se podía recuperar?
La Palabra de Dios dice: “La creación [humana] fue sujetada a futilidad [...] sobre la base de la esperanza” (Rom. 8:20). ¿De qué esperanza se trata? La primera profecía de la Biblia habla de una “descendencia” que magullaría la cabeza de la serpiente (léase Génesis 3:1-5, 15).
Esa promesa les dio a los seres humanos fieles la esperanza de que Dios seguiría adelante con su propósito. Les dio a hombres como Abel y Noé razones para creer que Dios le devolvería a la humanidad lo que Adán había perdido. Es probable que ellos hayan comprendido que la herida en el talón de la Descendencia implicaría derramamiento de sangre (Gén. 4:4; 8:20; Heb. 11:4).
Pensemos ahora en el caso de Abrahán. Cuando fue puesto a prueba, este hombre fiel “ofreció, por decirlo así, a Isaac, [...] su hijo unigénito” (Heb. 11:17). ¿Por qué estuvo dispuesto a sacrificarlo? (Léase Hebreos 11:19.)
Porque creía en la resurrección. Y tenía muy buenas razones para hacerlo. Jehová había restaurado las facultades reproductivas de él y de su esposa, Sara, para que pudieran tener un hijo a pesar de su avanzada edad (Gén. 18:10-14; 21:1-3; Rom. 4:19-21).
Además, Jehová le había dado su palabra: le había prometido que su descendencia vendría “por medio de Isaac” (Gén. 21:12). En efecto, Abrahán tenía motivos de sobra para confiar en que Dios resucitaría a su hijo.
Debido a la gran fe de Abrahán, Jehová hizo un pacto con él, un pacto relacionado con la descendencia de este fiel hombre (léase Génesis 22:18). La parte principal de esa “descendencia” resultó ser Jesucristo (Gál. 3:16).
Jehová le dijo a Abrahán que su “descendencia” crecería hasta llegar a ser “como las estrellas de los cielos y como los granos de arena que hay en la orilla del mar”, por lo que Abrahán no podría conocer su número exacto (Gén. 22:17).
Sin embargo, ese número se dio a conocer más tarde: además de Jesús habría 144.000 que gobernarían en el Reino de Dios. Todos ellos conforman la “descendencia” (Gál. 3:29; Rev. 7:4; 14:1). El Reino mesiánico es el medio por el que “se bendecirán todas las naciones de la tierra”.
Aunque Abrahán no podía entender por completo la trascendencia del pacto que Jehová había hecho con él, la Biblia dice que estaba esperando “la ciudad que tiene fundamentos verdaderos” (Heb. 11:10). Esa ciudad es el Reino de Dios. Para recibir las bendiciones de ese Reino, Abrahán tendrá que volver a la vida. Y cuando resucite, podrá vivir para siempre. Todos aquellos que resuciten en la Tierra, así como los que sobrevivan al Armagedón, tendrán esa misma posibilidad (Rev. 7:9, 14; 20:12-14).
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