“Por la palabra de Jehová los cielos mismos fueron hechos, y por el espíritu de su boca todo el ejército de ellos.” (SAL. 33:6)
EN 1905, cuando Albert Einstein publicó su teoría de la relatividad especial, tanto él como la comunidad científica en general pensaban que el universo consistía en una sola galaxia: la Vía Láctea. ¡Qué poco sabían sobre la verdadera magnitud del cosmos! Hoy día se cree que existen más de cien mil millones de galaxias, compuestas en muchos casos por miles de millones de estrellas. Y a medida que se usan mejores observatorios y se ponen en órbita telescopios más potentes, más galaxias se descubren.
A principios del siglo XX no solo eran muy limitados los conocimientos sobre el universo en general, sino también sobre nuestro planeta en particular. Es cierto que los científicos sabían mucho más que sus antecesores, pero hoy comprendemos mucho mejor que ellos la belleza y complejidad de la vida y los ecosistemas terrestres. Y en el futuro veremos contestadas muchas más preguntas acerca de los cielos y la Tierra. Ahora bien, hoy mismo deberíamos plantearnos la siguiente cuestión: ¿de dónde salió todo lo que existe? El único que puede darnos la respuesta es el Creador, y la ha revelado en las Santas Escrituras.
El milagro de la creación
Utilizando lenguaje figurado, las Escrituras llaman al espíritu santo el “dedo de Dios” (Luc. 11:20; Mat. 12:28). Y todo lo que Jehová ha logrado mediante dicha fuerza —toda “la obra de sus manos”— canta su grandeza. El salmista exclamó: “Los cielos están declarando la gloria de Dios; y de la obra de sus manos la expansión está informando” (Sal. 19:1). Como vemos, la creación da testimonio del espectacular poder del espíritu de Jehová (Rom. 1:20).
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