Jehová dedicó incontables milenios a realizar innumerables obras, tanto animadas como inanimadas. Gracias a ello, la Tierra dejó de estar “sin forma y desierta”. Sin embargo, Dios no había terminado de usar su espíritu para crear. De hecho, estaba a punto de realizar la obra maestra de la creación terrestre. Hacia el final del sexto día se valió de su espíritu para formar al hombre a partir de elementos extraídos del suelo (Gén. 2:7).
Génesis 1:27 señala: “Dios procedió a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó”. Como estamos hechos a la imagen de Dios, tenemos la capacidad de amar, de decidir libremente e incluso de entablar amistad con él. Por eso no nos sorprende que nuestro cerebro sea tan distinto al de los animales. Fue diseñado para que tuviéramos la dicha de aprender acerca de Jehová y sus obras por toda la eternidad.
En el comienzo de la historia humana, Dios les entregó la Tierra a Adán y su esposa, Eva, para que la exploraran y disfrutaran de todas sus maravillas (Gén. 1:28). Les dio alimentos en abundancia y un hogar paradisíaco. Además, les brindó la oportunidad de vivir eternamente y gozar de la estima de miles de millones de descendientes perfectos. Por desgracia, las cosas resultaron de otro modo.
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