El espíritu santo también produjo las complejísimas formas de vida que habitan la Tierra. Del tercer al sexto día, Dios usó su fuerza activa para crear una asombrosa variedad de animales y plantas (Gén. 1:11, 20-25). Entre ellos encontramos innumerables ejemplos de organización, simetría y belleza que revelan un diseño del más alto nivel.
Tomemos por caso el ADN (ácido desoxirribonucleico), uno de los compuestos químicos que transmiten de una generación a otra las características propias de cada especie. El ADN es imprescindible para que se reproduzcan todas las formas de vida del planeta, desde los organismos microscópicos y la hierba, pasando por el ser humano, hasta el elefante y la enorme ballena azul. Aunque todos ellos son muy distintos, el código que controla gran parte de sus rasgos hereditarios es sumamente estable. Esto ha permitido conservar las diferencias entre los grupos básicos de criaturas a lo largo del tiempo. Así, de acuerdo con el propósito divino, cada especie puede realizar las funciones que le corresponden dentro de la compleja red de la vida (Sal. 139:16). Este sistema tan eficiente es una prueba más de que la naturaleza es obra del espíritu santo, el “dedo de Dios”.
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