En su carta a los Efesios, Pablo habló de dos grupos: los israelitas y los “extraños”, y dijo que había un “muro” que “los separaba” (Efesios 2:11-15). Aunque el apóstol se estaba refiriendo a “la Ley de mandamientos” que había recibido Moisés, quienes leyeron la carta probablemente también pensaron en una barrera de piedra que, de hecho, existía en aquel tiempo.
En el siglo primero de nuestra era, el templo de Jerusalén contaba con varios atrios, o patios, de acceso restringido. Cualquier persona podía entrar en el atrio de los gentiles, pero solo los judíos y los prosélitos podían acceder a los demás atrios, que estaban detrás de una elegante balaustrada de piedra llamada Soreg, de 1,3 metros (4 pies) de altura, aproximadamente. Según Flavio Josefo, historiador judío del siglo primero, dicha barrera tenía grabadas varias inscripciones en griego y en latín que advertían a los gentiles que no se atrevieran a poner un pie en el recinto sagrado.
Una de esas inscripciones en griego, que todavía se conserva en su totalidad, dice así: “A ningún extranjero se le permite estar dentro de la balaustrada y del terraplén en torno al santuario. Aquel a quien se encuentre será personalmente responsable de su propia muerte”.
Al parecer, Pablo aludió a este muro, o Soreg, porque era una buena representación del pacto de la Ley mosaica, que durante tanto tiempo había mantenido separados a judíos y gentiles. El sacrificio redentor de Jesús abolió el pacto de la Ley y, por tanto, “destruyó el muro de en medio”.
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