La antigua ciudad de Tiro, situada en la costa mediterránea, en realidad se componía de dos partes: una en tierra firme y otra en una isla.
Hubo un tiempo en que los habitantes de Tiro mantuvieron relaciones amistosas con los israelitas. Pero más tarde, Tiro llegó a ser próspera y se rebeló contra Dios hasta el extremo de robar el oro y la plata del templo de Jehová y vender como esclavos a algunos israelitas (Joel 3:4-6). Esto le acarreó la condena divina. Así que, mediante sus profetas, Jehová predijo que Tiro caería a manos del rey de Babilonia, Nabucodonosor, quien condujo a sus ejércitos a Tiro tras destruir Jerusalén en el año 607 antes de nuestra era (Isaías 23:13, 14; Jeremías 27:2-7; Ezequiel 28:1-19).
Ante la inminente derrota, los habitantes de Tiro huyeron con sus pertenencias a la parte de la ciudad que estaba en la isla. Finalmente, los babilonios dejaron en ruinas la parte de la ciudad ubicada en tierra firme. Cerca de un siglo después, el profeta Zacarías pronunció bajo inspiración el juicio divino contra la ciudad: “¡Mira! Jehová mismo la desposeerá, y al mar ciertamente derribará su fuerza militar; y en el fuego ella misma será devorada” (Zacarías 9:3, 4).
Esa profecía de Zacarías se cumplió en el año 332 antes de nuestra era, cuando Alejandro Magno arrasó la parte de la ciudad que se asentaba en la isla. Para lograrlo, construyó un terraplén de 800 metros (media milla), desde la costa hasta la isla, con madera y piedras de las ruinas de la antigua Tiro. Este detalle también se había predicho en el libro bíblico de Ezequiel (Ezequiel 26:4, 12).
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