“Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que lo hace crecer.” (1 COR. 3:7.)
EL APÓSTOL Pablo mencionó un privilegio del que todos los cristianos podemos disfrutar: el de ser “colaboradores de Dios” (léase 1 Corintios 3:5-9). ¿En qué colaboramos con él? En la obra de hacer discípulos. Pablo compara dicha labor a la de sembrar y regar la semilla, y nos recuerda que Dios es quien la hace crecer. En efecto, para cosechar buenos resultados necesitamos la ayuda de Jehová.
Tener eso presente nos ayuda a ser humildes y adoptar la debida actitud hacia nuestro ministerio. Aunque prediquemos y enseñemos con empeño, el mérito por el crecimiento es de Jehová. ¿Por qué? Porque por mucho que lo intentemos, ninguno de nosotros puede entender del todo el proceso de crecimiento, y mucho menos controlarlo. El rey Salomón dijo atinadamente que nosotros “no conoce[mos] la obra del Dios verdadero, que hace todas las cosas” (Ecl. 11:5).
Pero el hecho de que no comprendamos plenamente el proceso de crecimiento no hace que nuestra labor sea frustrante. Al contrario, la vuelve interesante, intrigante. Salomón dijo: “Por la mañana siembra tu semilla, y hasta el atardecer no dejes descansar la mano; pues no sabes dónde tendrá éxito esto, aquí o allí, o si ambos a la par serán buenos” (Ecl. 11:6).
Cuando un agricultor siembra, no sabe si las semillas van a brotar ni dónde lo van a hacer, porque hay muchos factores que escapan a su control. Lo mismo sucede en la obra de hacer discípulos, y el capítulo 4 del Evangelio de Marcos recoge dos parábolas de Jesús que así lo demuestran
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