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Saturday, April 16, 2011

Las excusas: ¿cómo las ve Jehová?


 

“LA MUJER que me diste para que estuviera conmigo, ella me dio fruto del árbol y así es que comí”, dijo el hombre. Ante tal acusación, la mujer respondió: “La serpiente... ella me engañó, y así es que comí”. Estas excusas que Adán y Eva presentaron a Dios marcaron el inicio de una práctica que ha plagado desde entonces a la humanidad (Gén. 3:12, 13).
 

El castigo que Jehová impuso a nuestros primeros padres por haberle desobedecido deliberadamente demuestra que no vio con buenos ojos aquellas justificaciones (Gén. 3:16-19). ¿Debemos concluir, por lo tanto, que él no acepta ninguna excusa? ¿O considera que algunas son válidas? Y si así fuera, ¿cómo saber cuáles acepta y cuáles no? Para averiguar la respuesta, primero tenemos que entender qué son las excusas.
 

Las excusas se definen como las razones que se presentan por haber hecho o dejado de hacer algo, o para evitar realizar cierta cosa. En algunos casos son explicaciones válidas que se dan con el propósito de pedir perdón por cierta falta cometida. Sin embargo, tal como lo ilustra el caso de Adán y Eva, también puede tratarse de simples pretextos que ocultan la verdadera motivación. Debido a que la mayoría de las excusas suelen ser de este tipo, no es raro que se las mire con desconfianza.
 

En vista de lo anterior, los cristianos deben tener cuidado al poner excusas, en especial cuando se trata de su servicio a Dios, pues corren el riesgo de estar “engañándose a sí mismos con razonamiento falso” (Sant. 1:22). Por ello, repasemos algunos principios y ejemplos bíblicos que nos permitirán “[asegurarnos] de lo que es acepto al Señor” (Efe. 5:10).
 

¿Qué espera Jehová de nosotros?
 

Las Escrituras contienen los mandamientos que debemos obedecer los siervos de Dios. Por ejemplo, el mandato que dio Jesús en el siglo primero de “[hacer] discípulos de gente de todas las naciones” sigue siendo válido para todos sus seguidores hoy día (Mat. 28:19, 20). De hecho, es tan importante cumplirlo que el apóstol Pablo exclamó: “¡Ay de mí si no declarara las buenas nuevas!” (1 Cor. 9:16).
 

No obstante, hay personas que, aunque llevan mucho tiempo estudiando la Biblia con nosotros, no se deciden a predicar las buenas nuevas del Reino (Mat. 24:14). Otros participaban en esta obra, pero han dejado de hacerlo. ¿Qué razones suelen presentar en estos casos? Veamos lo que hizo Jehová en el pasado cuando algunos siervos suyos dudaron de que pudieran cumplir los mandatos que él les había dado.
Excusas que Dios no acepta
 

“Es demasiado difícil.” La predicación tal vez parezca una tarea imposible, en especial para quienes son tímidos. Pero el caso de Jonás nos ofrece grandes lecciones. Jehová le mandó que anunciara la inminente destrucción de Nínive, una comisión que lo hizo sentir intimidado. Y no era para menos, pues aquella ciudad era la capital de Asiria, un imperio conocido por su crueldad y violencia. De seguro, el profeta se preguntó: “¿Qué me va a pasar si voy? ¿Me irán a hacer daño?”. Por eso, en vez de ir a Nínive a cumplir su comisión, huyó en la dirección contraria. Sin embargo, Jehová no aceptó las excusas de Jonás, sino que volvió a ordenarle que fuera a advertir a los ninivitas. Esta vez el profeta cumplió su asignación con valentía, y Dios bendijo su labor (Jon. 1:1-3; 3:3, 4, 10).
 

Tal vez a usted le parezca que la predicación es demasiado difícil. En tal caso, tenga presente que “todas las cosas son posibles para Dios” (Mar. 10:27). Por eso, no deje de pedirle su ayuda. Podemos estar seguros de que él nos dará a todos las fuerzas que necesitamos. Si nos armamos de valor, nos bendecirá (Luc. 11:9-13).
“Es que no tengo ganas.” ¿Qué puede hacer si no siente el deseo de cumplir con el ministerio cristiano? 


Recuerde que Jehová puede llegar hasta lo más íntimo de nuestro ser e influir en nuestros sentimientos. Pablo escribió: “Dios es el que, por causa de su beneplácito, está actuando en ustedes a fin de que haya en ustedes tanto el querer como el actuar” (Fili. 2:13). Por lo tanto, pidámosle a Jehová que nos haga sentir el deseo de servirle. El rey David le hizo una petición parecida: “Hazme andar en tu verdad” (Sal. 25:4, 5). Así pues, implorémosle a Jehová que nos impulse a querer agradarle.
 

Claro está, hay veces que nos sentimos tan cansados o desanimados que tenemos que obligarnos para asistir a las reuniones o salir a predicar. ¿Significa eso que no amamos de verdad a Jehová? Por supuesto que no. 

Los siervos fieles de Dios de la antigüedad también tuvieron que luchar por hacer la voluntad divina. Pablo, por ejemplo, dijo que para obedecer a Jehová tenía que “aporrear” su cuerpo, por decirlo así (1 Cor. 9:26, 27). Aunque en ocasiones tengamos que obligarnos a cumplir con nuestro ministerio, podemos estar seguros de que Dios nos bendecirá, pues sabe que lo hacemos por la motivación correcta: porque lo amamos. Además, así demostramos que Satanás miente al afirmar que dejaremos de servir a Jehová si atravesamos dificultades (Job 2:4).
 

“No tengo tiempo.” Si alguien piensa que está demasiado ocupado para participar en el ministerio, es vital que se replantee sus prioridades. Jesús dio un principio que debe guiar nuestros pasos: “Sigan, pues, buscando primero el reino” (Mat. 6:33). Para cumplirlo, tal vez sea necesario que simplifiquemos nuestro estilo de vida o que dediquemos menos tiempo al entretenimiento y más a la predicación. Las diversiones y otras actividades personales tienen su lugar, pero no podemos usarlas como excusas para descuidar nuestro servicio. El primer lugar en la vida de todo cristiano deben ocuparlo los asuntos espirituales.
 

“No me siento capaz.” Quizá usted crea que no tiene las habilidades necesarias para ser ministro de las buenas nuevas. Pero no tiene por qué desanimarse: algunos siervos de Dios de tiempos bíblicos también se sintieron incapaces de cumplir con sus asignaciones. Tomemos el caso de Moisés. Cuando Jehová le dio cierta comisión, él le respondió: “Dispénsame, Jehová, pero no soy persona que hable con fluidez, ni desde ayer ni desde antes de eso ni desde que hablaste con tu siervo, porque soy lento de boca y lento de lengua”. Aunque Jehová le aseguró que lo iba a ayudar, Moisés le pidió que enviara a otra persona: “Dispénsame, Jehová, pero envía [tu mensaje], por favor, por la mano de aquel a quien vas a enviar” (Éxo. 4:10-13). 

¿Cómo reaccionó Dios?
 

No eximió a Moisés de su comisión, sino que nombró a Aarón para que lo ayudara (Éxo. 4:14-17). Además, durante todos los años que siguieron, nunca lo abandonó y siempre le dio todo lo necesario para cumplir con sus asignaciones. En nuestros días, Jehová puede impulsar a hermanos con más experiencia para que nos apoyen en el ministerio. Y lo que es más importante, nos asegura en su Palabra que nos dará la capacitación necesaria para realizar la labor que nos ha encargado (2 Cor. 3:5; véase el recuadro “Los años más felices de mi vida”).
 

“Me siento ofendido por lo que me hicieron.” Hay quienes dejan de predicar o asistir a las reuniones porque están molestos por lo que les hizo algún hermano. Aunque esos sentimientos son comprensibles, ¿los considera Jehová una excusa válida para caer en la inactividad espiritual? Pensemos en el caso de Pablo y Bernabé. Sin duda se sintieron dolidos después de un serio desacuerdo que acabó en “un agudo estallido de cólera” (Hech. 15:39). Pero ¿dejaron de participar en el ministerio? De ninguna manera.
 

Algo que no debemos olvidar cuando algún hermano, en su imperfección, nos ofende es que él no es nuestro enemigo. 

El verdadero enemigo es Satanás; es él quien desea devorarnos. No le demos la victoria; más bien, pongámonos “en contra de él, sólidos en la fe” (1 Ped. 5:8, 9; Gál. 5:15). Si tenemos una fe fuerte, podremos superar las decepciones (Rom. 9:33).

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