En Israel, la casa de Dios era el templo de Jerusalén. Claro, esto no significa que Jehová viviera allí. Él mismo dijo: “Los cielos son mi trono, y la tierra es el escabel de mis pies. ¿Dónde, pues, está la casa que ustedes pueden edificar para mí, y dónde, pues, está el lugar que me es lugar de descanso?” (Isa. 66:1). Se dice que el templo de Salomón era la casa de Jehová porque era el centro de la adoración verdadera y un lugar de oración (1 Rey. 8:27-30).
Hoy día, la casa de Jehová no es un edificio que esté localizado en Jerusalén o en algún otro lugar. Más bien, es el sistema que Dios ha establecido para que podamos adorarlo, un sistema basado en el sacrificio redentor de Jesús. En este templo espiritual se reúnen, por decirlo así, los cristianos fieles de todo el mundo para alabar al Creador (Isa. 60:4, 8, 13; Hech. 17:24; Heb. 8:5; 9:24).
En el año 997 antes de nuestra era, Israel se dividió en dos reinos. De los diecinueve reyes que gobernaron el reino del sur —Judá—, hubo cuatro que defendieron con celo ejemplar la adoración verdadera: Asá, Jehosafat, Ezequías y Josías. ¿Qué lecciones podemos aprender de ellos?
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