Una vez que nos enteramos que el premio de la vida está a nuestro alcance, debemos esforzarnos por no perderlo de vista, como les pasó a algunos. Analicemos el caso de Salomón. Cuando llegó a ser rey de Israel, le pidió con humildad a Dios que le diera entendimiento y discernimiento para juzgar al pueblo (léase 1 Reyes 3:6-12).
La Biblia dice que “Dios continuó dando a Salomón sabiduría y entendimiento en medida sumamente grande”. Como consecuencia, su sabiduría llegó a ser “más vasta que la [...] de todos los orientales y que toda la sabiduría de Egipto” (1 Rey. 4:29-32).
Ahora bien, Jehová ya había advertido que los que llegaran a ser reyes no debían “aumentar para sí caballos” ni “multiplicarse esposas, para que no se [desviara] su corazón” (Deu. 17:14-17).
Adquirir muchos caballos daría a entender que el rey confiaba en el poderío militar para defender a la nación, y no en la protección de Jehová. Y tener muchas esposas era peligroso, pues algunas de ellas podrían venir de las naciones vecinas, que rendían culto a dioses falsos, y hacer que el rey abandonara la adoración verdadera.
Salomón no escuchó las advertencias e hizo precisamente lo que Jehová había prohibido. Consiguió miles de caballos y de jinetes (1 Rey. 4:26). Además, tuvo 700 esposas y 300 concubinas, muchas de las cuales provenían de las naciones vecinas. Ellas inclinaron “el corazón de él a seguir a otros dioses; y su corazón no resultó completo para con Jehová”. Debido a que se dejó seducir por sus esposas y se entregó a la adoración falsa, Jehová le aseguró: “Sin falta arrancaré el reino de sobre ti” (1 Rey. 11:1-6, 11).
Salomón perdió de vista el gran honor que tenía de representar al Dios verdadero y se hundió en la adoración falsa. Con el paso del tiempo, la nación entera se hizo apóstata, por lo que fue destruida en el año 607 antes de nuestra era. Aunque los judíos lograron restaurar la adoración verdadera, siglos después Jesús se vio en la necesidad de decir: “El reino de Dios les será quitado a ustedes y será dado a una nación que produzca sus frutos”. Más tarde, Jesús remató: “¡Miren! Su casa se les deja abandonada a ustedes” (Mat. 21:43; 23:37, 38).
Y así sucedió: por su infidelidad, la nación perdió el gran privilegio de representar al Dios verdadero. En el año 70 de nuestra era, los ejércitos romanos acabaron con Jerusalén y su templo, y muchos de los judíos que sobrevivieron fueron hechos esclavos.
Tenemos también el caso de Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles. Él escuchó las magníficas enseñanzas de Jesús y lo vio realizar milagros con la ayuda del espíritu santo. Sin embargo, no cuidó su corazón. Tenía a su cargo la caja donde Jesús y los apóstoles guardaban su dinero, pero “era ladrón [...] y se llevaba [lo] que se echaba en ella” (Juan 12:6). Su codicia lo llevó al extremo de aceptar treinta piezas de plata de parte de los hipócritas líderes religiosos a cambio de traicionar a Jesús (Mat. 26:14-16).
Otro que tampoco cuidó su corazón fue Demas, un compañero de Pablo que perdió de vista los asuntos de mayor importancia. El apóstol dijo de él: “Demas me ha abandonado porque ha amado el presente sistema de cosas” (2 Tim. 4:10; léase Proverbios 4:23).
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